lunes, abril 21, 2008

Dylan: 6 en 1

¡Que feo no entender I’m not there! Debe ser espantoso, desagradable, frustrante, carecer de la sensibilidad para conmoverse con la música, la capacidad de abstracción para comprender las metáforas biográficas, la perspicacia para detectar los mensajes ocultos detrás de lo que –para un oído desatento– parecen monólogos caóticos, el buen gusto necesario para interesarse por la vida de Bob Dylan, atractiva incluso más allá de su maravillosa obra.

Con esta película, el director Todd Haynes se consagra como el rey de las biopics dementes y levemente apócrifas (recordemos que hace unos años hizo Velvet Goldmine, una película sobre un astro del glam rock ficticio que quizás tenía algo que ver con un tal David Bowie, y que en este filme ninguno de los personajes se llama Bob Dylan). El método que elige en esta ocasión es comparable con lo que hace un poeta cuando escribe en verso: transmitir ideas mediante frases (escenas, en este caso) que no expresan literalmente lo que se quiere decir, sino de un modo embellecido, haciendo hincapié en la estética. La poesía de Haynes consiste en convertir a cada aspecto de la vida de Bob en un personaje diferente, con su propio nombre y su propia vida, como si el filme contara la historia, no de un hombre –como todos– múltiple, sino de seis personas unidimensionales. Así, Christian Bale interpreta al Dylan “de protesta”, el difunto Heath Ledger al que se casó con Sara Lownds, Marcus Carl Franklin al Bob de 11 años que viaja de polizón en trenes, Cate Blanchett al rockstar, etc. Cada una de estas subtramas se diferencia, además, por la técnica de filmación o narrativa (16 mm, blanco y negro, falso documental), pero se unen en la actuación: todos los “falsos Dylan” de la película muestran esa seguridad, esa autoconfianza que hasta puede confundirse por arrogancia, que caracteriza el verdadero artista.

Párrafo aparte merece la banda de sonido, que no está integrada por los temas incluidos en el disco de versiones que llegó a las disquerías (el cual, de todos modos, es altamente recomendable), sino por los mismísimos originales aplicados, no al azar, sino con un criterio igualmente narrativo (para percibir esto no hace falta saber inglés: felizmente, las letras de las canciones están subtituladas).

La pregunta es: ¿Hay que ser fan de Dylan para disfrutar de I’m not there? La respuesta: no, pero ayuda bastante. Quien conozca vida y obra de Robert Zimmermann comprenderá mejor las imágenes metafóricas (sabrá, por ejemplo, qué significa que una de sus encarnaciones se pare al pie de una cruz), pero los neófitos podrán gozar viendo lo más parecido a un poema maldito que haya producido el cine mainstream en los últimos, por lo menos, diez años. Más inspiradora que conmovedora, la película nos hace salir del cine, no con ganas de comprarnos el saquito que tiene Bob en la tapa de The freewhelin’, sino de componer una canción, escribir un libro, pintar un cuadro, explorando nuestro poco o mucho talento. Ningún tributo:

arte que celebra el arte.

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